Lanzamiento de Cantos para Altazor de Sergio Macías

Última actividad del poeta en la Embajada como Asesor Cultural

Presentamos un extracto de lo que fue el lanzamiento del nuevo libro de Sergio Macías Brevis "Cantos para Altazor", realizado en la Embajada de Chile en España, donde el poeta ejerció durante varios años el cargo de Asesor Cultural.


Esta obra fué publicada por Ediciones Universitarias de Valparaíso de la PUCV, 2012

y patrocinado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes del Gobierno de Chile.

El nuevo Agregado Cultural Alejandro San Francisco, el Poeta y Ex-Agregado Cultural Sergio Macías Brevis, el Sr. Embajador Sergio Romero Pizarro y el destacado poeta español Justo Jorge Padrón.

Invitación que fue enviada para este lanzamiento del libro y a la vez una despedida a su autor como Agregado Cultural de la Embajada de Chile en España.

Una emotiva presentación de la reciente obra de Sergio Macías Brevis: “Cantos para Altazor”, se realizó en la Tertulia Carlos Morla Lynch de la Embajada de Chile en España, ante un lleno de público que acompañó con vivo interés las intervenciones del Embajador Sergio Romero Pizarro, del Agregado Cultural Alejandro San Francisco y del prestigioso poeta español, Justo Jorge Padrón. El libro que fue editado por ediciones Universitarias de Valparaíso de la Pontificia Universidad Católica con el patrocinio del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, ha tenido ya comentarios elogiosos en internet por parte de la doctora de literatura, Sylvia Miranda, peruana, y de la profesora y crítica Jessica Atal, en La Panera. En esta ocasión el poeta, narrador y traductor Jorge Padrón, quien fue designado por Vicente Aleixandre para recibir en su nombre de manos del Rey de Suecia el Premio Nobel de Literatura, leyó un texto lleno de profundidad en la que repasó lo obra literaria del Macías desde sus comienzos para terminar considerando que Cantos para Altazor da “cima a una obra en plenitud creadora, caracterizada por la síntesis desbordante de su belleza. Es un proceso de abstracción y yuxtaposición en la ígnea intensidad del vacío. No hay metafísica de la palabra; hay erotismo verbal, voluptuosidad, copulación con la metáfora, que se ahonda en la desesperación humana tratando de encontrar una salida en el cosmos…Me parece el mejor libro de Sergio Macías, el más resolutivo y rico en aventura, digno de figurar en el Parnaso contemporáneo de la lírica chilena. Este extenso poema alcanza un alto refinamiento y posee un contacto sorprendente con la emoción cristalina. Es imposible comentarlo con un lenguaje que no sea el de la pasión. Supone, en cierto modo, la reconquista de un reino del futuro porque está inserto en la verdad luminosa de la utopía poética: el origen y el final de los tiempos.”

Esta fue la última actividad del poeta en la Embajada como Asesor Cultural, por acogerse a jubilación para dedicarse por entero a su actividad literaria. La que fue aprovechada para darle una despedida fraternal y afectuosa. El embajador Romero destacó el importante aporte que Sergio Macías ha hecho a la difusión y la presencia de la cultura chilena en España, mencionando especialmente los trabajos que han recogido la huella dejada por los grandes de la literatura chilena como Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro y Nicanor Parra, entre otros. Mencionó, muy especialmente, la dedicación de Macías, como asesor cultural de la Misión chilena para contribuir a que la presencia cultural de Chile haya alcanzado en España una importante notoriedad y un muy buen conocimiento del quehacer de nuestro país en los distintos ámbitos y manifestaciones tales como la literatura, pintura, música y cine. También hizo mención especial a la dedicación del creador chileno por la labor del también escritor y diplomático chileno Carlos Morla Lynch quien desempeñará una encomiable labor a cargo de la legación en España, durante el período de la Guerra Civil, contribuyendo a salvar la vida de muchos perseguidos, de uno y otro bando, durante esos luctuosos días. La presencia de una nieta de Morla Lynch en esta actividad otorgó mayor emoción a la despedida de este funcionario. Finalmente el Embajador Romero destacó el aporte de la familia de Sergio Macías, tanto su esposa Nieves, como sus hijas presentes, en las distintas actividades que impulsa la Misión chilena.

Macías agradeció a todos los que le acompañaron durante su trabajo en la Agregaduría Cultural en estos años y, con emoción, destacó que con su labor siempre había procurado servir a la cultura chilena sin distinciones, teniendo como propósito permanente acercar a Chile y España a través del mayor conocimiento que se logra al difundir las diversas manifestaciones de nuestra cultura.

(Fuente: www.minrel.gov.cl)

Vea los ensayos sobre Cantos para Altazor mencionados en el texto extraído de este artículo.

(*) Un nuevo viaje para Altazor, ensayo de Sylvia Miranda Lévano,
Doctora en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Complutense de Madrid

(**) Ensayo de Jessica Atal, publicado en La Panera Nº 33.

Presentación que hizo el poeta Justo Jorge Padrón

SERGIO MACÍAS: LA POESÍA DE UN ORFEBRE TELÚRICO

Por Justo Jorge Padrón

La poesía de Sergio Macías Brevis, se despliega en el tablero de la página en blanco como la de un cajista primoroso que va eligiendo los tipos de letras con un sutil y paciente cuidado para alinearlos en un mural de miniaturas. Este minucioso mural es el mundo y su atmósfera es el nimbo de lo telúrico, en donde él con exquisito gusto, pesando en gramos sus palabras, las va delineando para erigirlas con el fulgor de un arbusto de vidrio que en síntesis deslumbradora esencializa la belleza de un orbe cristalino. El poema se estremece, deviene en sustancia misteriosa con el aura solar de lo vivido, con los recuerdos arraigados durante un tiempo largo hasta que convierte la palabra en monumento, en ser vivo que lega a nuestra lengua, a nuestra cultura, a la sensibilidad de nuestra época, el esplendor de su estelar presencia.

Dicen que el relámpago palpita dentro del rubí, en esa luz cerrada que ilumina su gema, respirando la fuerza roja que vive en nuestra sangre, preservando el sentimiento del amor, el sol de la amistad, la naturaleza circundante como argumento esencial de la trama. Por eso, nuestro Sergio Macías, se reparte en intensas palabras, en actos transitorios que tratan de evitar esa sombra infamante que nos borra.

Joven, muy joven, allá en la Gorbea natal, en la verde provincia de Cautín del Sur de Chile, donde el viento ha tensado en los aires delicadas melodías araucanas, fundó la sensualidad decantada de su verbo alzando un reino diáfano. Se instituyó en sí con la fuerza sagrada de una rotunda vocación. Hasta su misma noche sería luminosa y seguiría escuchando el rumbo de una voz aterida que habla por su boca desvelando el misterio de su realidad profunda. Desde entonces no hubo lucha desgarrada, solamente el placer de su frecuente encuentro, los implícitos versos misteriosos de su estar en la tierra. Sin embargo, por sentir esa arrebatadora música quedó desguarnecido ante la sinrazón del azar, que le arrastró a un mundo despiadado donde tenía que establecer de nuevo sus raíces, su cierto fundamento en la dulzura y aspereza de un largo camino. Escuchó en silencio la harapienta tristeza de sus desangeladas circunstancias. Construyó su pasado con su ingente futuro. Elevó su propia coral en el corazón del hombre llano, fijando su palabra en el tiempo con brío y determinación como un rehén solitario, huésped de su propio enigma.

Antes de que aquellos acontecimientos políticos ocurridos en 1973 lo alejaran de Chile, merodeó por los lugares de su infancia y pubertad en la bella Temuco, en donde se juntaron los trabajos de sus padres. Se veía en la transparencia de las aguas del río Donguil, en el que pululan las anguilas, paseaba por su bosque de juncos muy cerca de Lastarria, donde vivían sus abuelos y se congregaba en los días festivos la familia. Fue una infancia feliz entre el trigo, la avena y aquellos álamos tan destellantes. Allí el pequeño Sergio corría libre por la campiña persiguiendo mariposas, buscando nidos de pájaros, montando en carretas, mirando en las estrellas la Cruz del Sur, jugando alborozado con otros niños en aquella arcadia dichosa. En la Araucanía fértil fue creciendo con ritmo natural a la par que su juvenil memoria y su poesía inicial fue grabándose en su interior con música indeleble. Esa ensoñación telúrica de sus primeros poemas le acompañará siempre. La naturaleza andina, su oscuro clima lluvioso, el crecimiento de ríos y afluentes, la imagen amenazadora del volcán Llaima expulsando humo y cenizas, el bosque numinoso de las araucarias donde iba de excursión y saboreaba en los amplios días solares las típicas comidas de la tierra: el nachi cuchareado, las ensaladas de digueñes, la harina tostada con vino tinto o con chicha dulce, las criadillas y los chunchules que en España llaman zarajos, los asados cubiertos con el ají picante preparado como lo hacen los indígenas: el merkén. Cantaban omnipresentes los choroyes, los pidenes, los chercanes, los queltebues. Todo ese mundo edénico fue surgiendo en su poesía que se tintaba con la fascinación de lo ecológico, con el gran amor que siempre ha tenido por la naturaleza.

Esa región perfumada por bosques y copihues, por cerezos, ciruelos, canelos y duraznos, le fue entregando los primeros elementos de creación. Así surgió su primer libro, “Las manos del leñador” publicado en 1969 y cinco años más tarde, “La sangre en el bosque”. Hay unas acertadas palabras del excelente poeta Jorge Teillier sobre la poesía de entonces de Sergio Macías: “En “Las manos del leñador” hallamos los caballos que esperan ser herrados, el espeso olor de las resinas, las manzanas cubiertas del rocío matinal y también la dura lucha del campesino contra los elementos y contra sus explotadores, la esperanza en el futuro, porque Macías no ve al hombre desvinculado de su medio social y se pone al lado de los oprimidos con un acento whitmaniano de universal generosidad”.

En sus dos libros primeros expresa con claridad el sentimiento de pertenencia a su tierra, a la arcilla americana de la que se sabe moldeado. Pero algo fatal e irreversible se cruza cambiándole el destino, como si un Dios enigmático y cruel le condenara a la intemperie del desarraigo. Parte lejos llevando en la memoria aquellos poemas inspirados en la ensoñación de su paisaje natal y, aunque nunca renunció a sus raíces chilenas, a la integridad de su bandera austral y al aroma silvestre del copihue, va atesorando experiencias, pulsaciones distintas que irán enriqueciendo sus vivencias profundas. Surge desde la melancolía una llamarada penumbrosa, una esencial tristeza desarraigada, en donde el exilio le va lentamente transformando, con un sentimiento discontinuo la toponimia de su geografía más íntima. El exilio lo pasa primeramente en México, en estadía breve, y después, en esa Alemania fría, metódica, organizada y oscura, en la que resiste cinco años y se especializa en Literatura Hispanoamericana. Sigue escribiendo poesía, soñando en la gran obra bajo ese concepto en el que “la poesía es el estallido del sentimiento”, pues “no hay creación sin emoción”. Persiste en el tema del desarraigo como si aquella germana ciudad de Rostock le inculcase la filosofía de la crisis. Un vacío de certezas lo empujó, en cierto modo, al renacimiento kierkegaardiano y a los análisis existenciales pesimistas de Jaspers y Heidegger, que no dejaron abundoso testimonio en su obra. Aparece entonces su libro “En el tiempo de las cosas”, 1977.

El cambio de residencia de Alemania a España es fundamental en su escritura posterior. Supone un regreso ancestral a sus más hondos orígenes, a los veneros primigenios del idioma. Recupera el sosiego, la trémula fuente del susurro que sustenta el amor lárico de la existencia y, sobre todo, el descubrimiento que significa en su obra el encuentro esencial con la poesía arábigo-andaluza. Esta lírica va ensanchando sus sentidos, su apertura hacia una cultura milenaria que le permite reflexionar con más hondura sobre su situación de trasterrado. El importante descubrimiento de tres antiguos maestros arábigo-españoles como son los poetas, Ziryab, Al-Mutamid e Ibn Zaydun, que habían transitado por semejante estado de expatriación y experimentaron igual desarraigo, le hace establecer con ellos un diálogo a través del tiempo, nutriendo su poesía con una nueva sensibilidad que le hermana con ellos. Esta nueva expresión lírica desconsolada le une a un espacio literario más rico y acaso de mayor belleza.

Sergio Macías, sin desvincularse de Chile, su patria verdadera, se enraíza en España de modo natural hasta el punto de asentarse permanentemente en Madrid desde 1979 y adquirir la nacionalidad española en 1982, que comparte con la chilena. En su tarea poética asume el extrañamiento de los citados poetas arábigo-andaluces como paradigma de su propia experiencia. Este hecho le permite simultanear dos culturas que le enriquecen y le impulsan con un vigor más creativo hasta el punto que la destacada arabista, fallecida hace unos pocos años, María Jesús Rubiera, le califica como “el poeta andino de Al-Andalus”.

El acercamiento a la poesía arábigo-andaluza aquieta su desasosiego y rescribe poéticamente el pathos del exilio donde reencuentra un espacio propio en la escritura atraído por el boato y la riqueza cultural del Imperio Omeya, sobre el que instaura un discurso con una tonalidad exótica y sensual, amorosa y nostálgica. Entre la Corte Califal y los reinos independientes de taifas, el neoplatonismo influyó en la creación de la poesía andalusí con un carácter homoerótico tanto masculino como lésbico, destinado a loar la belleza de los efebos y las doncellas. Esta forma fue estimada como un refinamiento cultural entre la clase dirigente árabe. Sus composiciones adquieren las formas estróficas de la muwashaja, con ritmo cambiante y variada composición temática, representativa de la lírica tradicional árabe y preferida por los poetas áulicos, cuya parte final es la jarva y su temática versa sobre el amor, el vino la ausencia, el lamento, el abandono. De ella deriva la jarcha, primera manifestación lírica que incluye formas dialectales romances, diferente de la casida árabe clásica, pues utiliza un lenguaje menos refinado.

La muwashaja derivó a un género lírico llamado zégel, con formas autóctonas y populares, cuya influencia –según algunos autores como González Marabolí, Samuel Claro Valdés o Carmen Peña Fuenzalida—llegó hasta Chile en su música típica llamada la cueca, conocida también como la marinera o la chilena. Igualmente se la denomina danza folclórica de Chile. Se encuentra entre la tradición oral traída por los españoles a través del mestizaje racial y cultural que caracteriza al continente. Ha permanecido con notable fidelidad hasta nuestros días, estableciéndose en zonas geográficas culturalmente aisladas. En América se han preservado rasgos de la herencia musical de una España tridimensional: cristiana, judía y musulmana. La cueca tradicional interpreta y trata de reproducir la perfección del universo creado por Dios, sus relaciones matemáticas y la armonía de la evolución de los cuerpos celestes capaces de ser observados a simple vista. Hay una interpretación de la llamada “música de las esferas”, expresada en la cultura del número, particularmente del número 8, el número musical por excelencia. Los trabajos realizados hasta ahora sobre la cueca o chilena, se han caracterizado por centrarse en el estudio de la danza y la música, sin comprender cabalmente la fundamental relación numérica que existe entre la poesía y la música, la que le da su estructura y su fuerza creadora.

En la década de los años ochenta, Macías no se limitaría a la poesía de la Andalucía clásica sino que expandió sus rumbos a la cultura mesopotámica. Viajó varias veces invitado para leer sus poemas en el anfiteatro de Babilonia, en el Teatro Nacional y en la Casa de la Cultura en Bagdad. Macías descubre una gran afinidad artística y espiritual con el poeta árabe Ziryab. Su color oscuro de piel y su melodiosa voz recordaban a un pájaro cantor de plumaje negro, similar al mirlo, llamado en árabe Ziryab. Por su gran talento poético entró en la corte del califa ab-basi Harun Ar-Rashid y pronto despertaría los celos de su maestro áulico Al-Mawsili, cuyas intrigas le obligaron a exiliarse. Abandonó Bagdad y deambuló más allá del Tigris, del Éufrates y Egipto, subsistiendo entre beduinos miserables. Visitó algunas cortes sirias y norafricanas hasta llegar a la corte de Abdu Ar-Rahman en Córdoba, que lo acogió espléndidamente. Su permanencia determinó la bagdadización de la España musulmana, pues introdujo las modas, las artes culinarias, las normas sociales, el uso del mobiliario, las copas de cristal, los manteles, un lujo hasta entonces desconocido. Implantó las melodías grecopersas e inventó la llamada música clásica andalusí o la nuba de raigambre norafricana. Se le atribuyó la creación del primer conservatorio del mundo islámico.

En esa mixtura de lo mesopotámico con lo arábigo-andaluz, Macías va cincelando sus poemas con esa misma brevedad y enigma, dividiéndolos en estrofas, unas veces tituladas, otras numeradas, empleando el dístico con tono sentencioso y aforístico u organizando combinaciones de tercetos, cuartetos y quintetos. Utiliza el verso libre sin entonación endecasilábica e inserta algunos arabismos para otorgarle a la composición el color de lo exótico. Así aparecen palabras como jarcha, rebab, laúd, cálamo, azahar, Alambra o nombres propios árabes, verbigracia, Allah, Ziryab, Abu Nuwas, Ibn Ammar, Rumaykyyya. Reproduce en ocasiones un procedimiento intertextual utilizado en la cultura árabe con la inserción de versos ajenos al autor que están inspirando su obra. Esta estrategia discursiva –para los árabes, distanciada de todo plagio—se considera un recurso legítimo, en la medida en que su modelo sea emulado y el poema goce de originalidad con un profundo sentido estético y, fundamentalmente, para que se encomie al poeta admirado.

El tema árabe en la producción de Macías toma su impulso en las primeras lecturas que realizó de “Las mil y una noches” en su juventud de Temuco y luego, en las lecturas de las traducciones de los arabistas españoles de la literatura de Al-Andalus. Este saber lo amplió con el conocimiento del mundo oriental antiguo, especialmente de Egipto y Mesopotamia, dedicando posteriormente poemarios enteros a esta temática en libros exitosos suyos como “Memoria del exilio”, 1986; “Noche de nadie”, 1988; “El libro del tiempo”, 1988; así como en “Crónica de un latinoamericano sobre Bagdad y otros lugares encantados”, 1997, donde presenta los efectos de la guerra de Irak, pero trascendidos de belleza y dolor con la dignidad encantatoria de la poesía. El mayor aporte que realiza Sergio Macías a la poesía hispanoamericana es, sin duda, su conocimiento y utilización de la poesía árabe. Cobra presencia y enriquece tal tradición.

En libros posteriores como “El Paraíso oculto”, 2000, quizás originado por una revisión pormenorizada de “La Biblia”, con la tragedia del hombre como fondo de la obra, su poesía a través de un refinado y mayor intimismo, gana en universalidad y gracia. El poeta necesita la presencia de la amada para que lo guíe en su destino. Macías se debate entre la elección del paraíso o la amada, eligiendo decididamente a la amada aunque en él recaiga el terrible castigo divino. El libro adquiere una dimensión mítica con la metáfora de Adán y Eva en el paraíso donde pierden la inocencia y son expulsados, exorcizando su soledad con su entrañado amor humano, impregnado y embellecido por el sentido sensual y metafórico de las imágenes, pero compartiendo a la vez el sentimiento inherente al desarraigo. Allí surge la emoción religiosa de lo trascendente en cuanto a la inmensidad del amor que llega a alcanzar lo divino, puesto que la pareja es la metáfora por excelencia, el punto de encuentro de todas las fuerzas y la semilla de todas las formas.

Esta misma embriaguez espiritual la observamos en otro libro de ajustada belleza, “El manuscrito de los sueños”, 1994. Su protagonista es el rey-poeta Al-Mutamid que reinó en Sevilla en el siglo XI, época de gran esplendor de Al-Andalus. En esta obra se entreteje el exultante amor de Al-Mutamid por la esclava Rumaykiyya y el despechado amigo de juventud, Ibn Ammar, encumbrado a primer ministro, en permanente contrapunto y celos con la amada. Ibn Ammar termina traicionándole e intrigando en su contra hasta que Al-Mutamid acaba matándole.

Amó fervientemente la belleza de los jóvenes, la de los palacios y jardines, las fuentes, los perfumes, los poemas, allí donde confluyen la sensibilidad y el placer subyugado de la escritura. Fue un valiente y deslumbrante guerrero, contemporáneo de Rodrigo Díaz de Vivar, El Cid. Combatió, venció y fue vencido en liza con otros reyes musulmanes de su tiempo, con los cristianos y almorávides africanos que terminaron por quitarle el reino. Fue cruel, despiadado y al mismo tiempo magnánimo, leal y noble. Terminó sus días desterrado en Agmat, cerca de Marrakech, en compañía de su fiel Rumamaykiyya y de algunas de sus hijas. Allí reposa lejos de su Sevilla añorada. Sin embargo, no quiero dejar de señalar que Al-Mutamid fue un ser fascinante que seducía por su encanto personal a cuantos le conocieron, incluso a sus enemigos. Aún después de muerto, los manuscritos que preservaron su historia y sus poemas, cautivaron a historiadores, traductores y eruditos, incluso a políticos. Blas Infante, el creador del nacionalismo andaluz, lo escogió como prototipo del andalucismo. No resulta extraño observar que nuestro Sergio Macías fuera subyugado por esta tan atrayente personalidad y que fuera precisamente Al-Mutamid el que despertara su pasión por la lírica arábigo andaluza.

Al-Mutamid fue el mejor poeta de su tiempo. El magno arabista Emilio García-Gómez afirma que “personifica la poesía en tres sentidos: compuso admirables versos; su vida fue pura poesía en acción; protegió a todos los poetas de España, incluso a todos los del Occidente musulmán”. Se dice que su amor por Rumaykiyya surgió al completar la esclava un poema del rey mientras ella lavaba en el río. Después de casarse con él adoptó el nombre de Itimad. Fue la gran inspiradora del rey que satisfizo sus numerosos caprichos, entre ellos, el deseo de ver la nieve. Al-Mutamid ordenó trasplantar almendros en flor en la Sierra de Córdoba, para que su destello emulara la nieve. Un día que Itimad deseó pisar barro, el rey hizo mezclar azúcar, canela y perfumes en un patio del palacio para satisfacerla. Estas anécdotas ponen de relieve no solo el amor que Al-Mutamid sentía por su esposa sino cómo la poesía impregnaba cada acto de su vida.

En su libro, Macías, presenta a Sevilla como ciudad inmersa en luz esplendorosa en el sensual ambiente árabe. Se hace presente la metáfora clásica agua-tiempo, así como la personificación de la brisa y la musicalidad de la vegetación, asociada al arpa y a los surtidores. El poeta chileno asume el rol de narrador de la historia, implicándose en ella como un personaje más, cronista del avatar de ese amor en un pasado impregnado de sensibilidad y hedonismo, en una suerte de intertextualidad al servicio de la estética y la palabra. Hay una identificación o desdoblamiento de Macías con Al-Mutamid en la manera de sentir plenamente la belleza y entender la esencia de lo poético.

Otro poemario de Sergio Macías de buena factura es “El hechizo de Ibn Zaydûn”,2001, en donde aparecen los trágicos amores exaltados de Zaydûn y Wallâda. En una certera frase diría Octavio Paz: “El amor no es una ilusión: es la mediación entre el hombre y la naturaleza, el sitio en que se cruzan el magnetismo terrestre y el del espíritu”, para afirmar después que “el cuerpo del hombre y la mujer son nuestros últimos altares”. En ambos libros de Macías existe un evidente paralelismo. Son sobre dos grandes poetas de Al-Andalus, se enamoran de sendas esclavas, ambos sufren la derrota y el destierro y las dos historias tienen como escenarios las ciudades hispanoárabes más importantes: la Sevilla de Al-Mutamid y la Cordoba de Ibn Zaydûn, cuya poesía se parece a la occidental por sus pocas metáforas. Zaydûn fue un místico del amor humano cuyo escritura poseía una ternura ondulante y trágica, casi garcilasiana, cabalgando como los antiguos númidas hacia la cristalina fluidez de un verso que lo eleva hasta un destino fatalista, nostálgico y pasional, con una dicción conmovedora. Estuvo en la Corte de Al-Mutamid a su servicio desempeñando el cargo de visir.

En este espacio que se me concede es imposible analizar uno por uno los veinticinco libros de poesía de Sergio Macías. Por ello, después de este itinerario en síntesis, que arranca desde sus comienzos como poeta y continúa en momentos estelares de su formación y de su obra, paso a comentar su libro más reciente, “Cantos para Altazor”, publicado en 2012 por las Ediciones Universitarias de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, y patrocinado por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile, dando cima a una obra en plenitud creadora, caracterizada por la síntesis desbordante de su belleza.

¿Qué ha pretendido realizar Sergio Macías en este libro que titula “Cantos para Altazor”? En primer lugar, diría, realizar un homenaje al gran poeta chileno, Vicente Huidobro y, especialmente, a su libro “Altazor”. Luego, supongo, establecer un pulso con el propio Huidobro para ¿mejorar su trabajo, proseguirlo acaso desde su final o completar finalmente ese viaje hacia el destino cósmico del poeta? Esta es una respuesta que sólo podría contestarla cualquier lector atento de esta obra.

Frente al horizonte estrecho y marginado de la realidad, Sergio Macías, teje, en “Cantos para Altazor”, un gobelino de casi quinientos versos hecho de fogonazos incendiarios, de intuiciones cósmicas, de vuelo sideral por avenidas de constelaciones. Lo concibo como la utopía de un universo de espejismos destellando en las pupilas del cielo. Es la descripción de una sociedad estelar, pero la violencia de esa expresividad y el tiempo encendido de esa fulgurante velocidad, en la que nos hace viajar, adquiere una tonalidad mítica. Vive en la fascinación de un descubrimiento. Desvela lo que está detrás de la realidad, en el otro lado del espejo, como si el tiempo lineal acabase y ya no hubiese sucesión, pues todos los tiempos coinciden y se conjugan en ese instante en que Altazor sueña e interroga la vida, enfrentándonos a un jeroglífico mayor que es la suma de todo lo que fue y nunca volverá a ser. Por eso su agonía es el desciframiento. Macías nos afirma en un espectacular verso: “Nació como Vallejo bajo un Dios enfermo.” Ese moribundo que revive su vida en medio de una delirante materia verbal, en un bosque que se tala y se cierra a la vez y que le impide observar el rostro de su pletórica muerte, porque su muerte es un continuo estallido sin fin, una desbordada geología aérea: éxodo, dispersión, viento errante, la pura contradicción del desarraigo.

Es un proceso de abstracción y yuxtaposición en la ígnea intensidad del vacío. No hay metafísica de la palabra: hay erotismo verbal, voluptuosidad, copulación con la metáfora, que se ahonda en la desesperación humana tratando de encontrar una salida en el cosmos. Pero todo se torna desamparo, embriaguez alucinada en mitad del marasmo de una luz dispersa, tal si fuera la proyección de un deseo insatisfecho, la percepción privilegiada de un universo pánico que encarna los espectros de su inmaterialidad. Los tocamos y desaparecen. Su revelación nos aleja de nosotros mismos y nos expulsa hacia el universo de nuestra absurda fantasía. Son las obsesiones locas del terror y lo grotesco bajo la sola perspectiva de la profanación. Encarnan la tragedia de un yo subterráneo, azotado por cataclismos psíquicos. Son como el rechazo físico y metafísico de la condición humana, provocando una especie de magia que transporta la elocuencia de la desesperación en su desafío por arribar al último límite posible.

Esta mística del abismo surge de la desesperada noche por desvelar el destino del hombre contemporáneo, de testimoniar su desdoblamiento angustioso en una pesadilla que sólo puede encontrar salida en la propia destrucción. La irreductible odisea busca su poder en algo todavía desconocido, el alma y la sustancia de ese amor liberado que es la poesía que quiere resplandecer y escabullirse entre las grietas del cielo. Altazor supo siempre que “la palabra es el mundo de lo posible y absoluto” y quiso predicar como los profetas su destino, dejando “caer de sus ojos una lluvia de pétalos azules.” Y en esas páginas de su canto afirmó: “Sólo deseaba conservar la juventud que descubría en la belleza del espacio. / Existir sin amor no es vivir se dijo así mismo. Sólo en la tierra / podría desencadenar su pasión y la ternura. Revolcarse en la luz / en el lodo del semen y en los besos derramados por las aguas / agitadas del océano del alma.”

Altazor fue rebelde, increpó a lo divino, incluso al mismo Dios le espetó: ¡Non serviam! “¡Soy hijo de la locura! Anhelo todo el misterio de la materia y de lo etéreo, / aunque sea atravesando un puñal en el ojo de una estrella.” También “se preguntó: ¿Por qué el hombre carga con la miseria de la mortalidad, / con la angustia del tiempo y las propias dudas del existir?”

Sergio Macías atiende con dignidad y con la representación de la entera humanidad esta plática seria e indignada de la condición humana con incesantes preguntas inmortales, lanzando, como él mismo diría, “puñados de versos sobre el suelo de la ausencia”. Este viaje iniciático de la condición humana lucha con la atroz realidad, la viola o la cubre con signos de su resistencia espiritual, la hace estallar, la desuella o la niega con inapelable derecho. Sueña con saltar con su paracaídas sobre la cordillera de Chile y los precipicios de las desdichas, suspendido como raíz del polvo. “Él es el único que llora y ríe en el espacio porque tiene/ la posibilidad de lanzar profecías sobre su existencia” como buen Quijote del abismo, erigido en símbolo de lo libre y puro lejos de aquellos “seres que tuvieran miedo a sus propios pensamientos.” Y aunque sabe que no escapará a la muerte, se intuye inmortal por la fertilidad de su palabra. Creo, con extraña certeza, como síntesis de esta valiosa y deslumbrante obra, que “su aventura es una locura llevada por su instinto de soñar y de inventar un idioma que naciera de la luz infinita.” (…) “mientras hay luz el alma es la poesía de la transparencia”. Este libro concluye con un testimonio de humildad y sencillez poética que enarbola por su excelencia el del limitado destino humano. Así afirma concluyente: “Sin amor no podría escribir para dejar mis huellas en la arcilla.”

“Cantos para Altazor” me parece el mejor libro de Sergio Macías, el más resolutivo y rico en aventura, digno de figurar en el Parnaso contemporáneo de la lírica chilena. Este extenso poema alcanza un alto refinamiento y posee un contacto sorprendente con la emoción cristalina. Es imposible comentarlo con un lenguaje que no sea el de la pasión. Supone, en cierto modo, la reconquista de un reino del futuro porque está inserto en la verdad luminosa de la utopía poética: el origen y el final de los tiempos.