¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida
o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se halla, qué
es eso: amor? ¿Quién es? ¿La mujer con su hondura, sus rosas, sus volcanes,
o este sol colorado que es mi sangre furiosa
cuando entro en ella hasta las últimas raíces?
¿O todo es un gran juego, Dios mío, y no hay mujer
ni hay hombre sino un solo cuerpo: el tuyo,
repartido en estrellas de hermosura, en partículas fugaces
de eternidad visible?
Me muero en esto, oh Dios, en esta guerra
de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder amar
trescientas a la vez, porque estoy condenado siempre a una,
a esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso.
Poeta del silencio y de la muerte, enamorado, enarboló un sentido sagrado de los versos.
En una reciente tertulia en la que recordó a entrañables amigos como Huidobro, Rulfo y Paz, nos dijo “yo también me estoy yendo, ahora voy a desnacer”.
Rojas siempre fue un hombre por esencia libre y ese principio es parte importante de su legado, libertad que también se refleja en el erotismo expresado en una parte de su obra.
Nació en Lebu, Arauco, el 20 de diciembre de 1917. Su padre era profesor devenido en minero del carbón y por ello Rojas estuvo ligado al carbón de Lota. Siendo niño uno de sus hermanos pronunció la palabra “relámpago” en medio de una tormenta. Fue tal el impacto que ese solo concepto le despertó el ingenuo juego infantil de las palabras, que comenzó -sin darse cuenta- a entrar en la poesía.
Tal vez por ello, como en la escritura automática de los surrealistas, participa del Grupo la Mandrágora. Testimonio ineludible de su discutida adhesión es que aparecen sus poemas desde el primer número de la revista del mismo nombre, que los agrupaba, donde participaban Teófilo Cid, Enrique Gómez Correa y Braulio Arenas, al que se suma un muy adolescente Jorge Cáceres, todos ellos influenciados por el Creacionismo Huidobriano y las corrientes vanguardistas literarias que venían desde Europa, en especial impulsadas por la exaltación del inconsciente en poetas como Guillaume Apollinaire, el Conde de Lautreamont, Louis Aragón y Paul Eluard, en torno a los Manifiestos que realizaron con André Bretón, a quien Rojas conoció en su primer viaje a Europa en 1953.
Respecto al proceder y contexto del grupo chileno, el crítico Bernardo Subercaseaux, sostiene que la Mandrágora, fue “un discurso vanguardista de obturación de la realidad y, como tal, uno de resistencia espiritual, con una lógica artística y no social. Fue una estética surrealista y freudiana asumida “rabelesianamente”, sin medias tintas, tras lo cual estaba el intento de una vanguardia radical en lo estético, que estuviera totalmente fuera de la realidad, o que se derramara de tal modo sobre ella hasta hacerla desaparecer”.
Octavio Paz, en Los Hijos del Limo, consideraba al Grupo la Mandrágora como el único auténticamente surrealista de Latinoamérica.
Unos años más tarde Rojas se aparta del surrealismo y entra a las profundidades de sus propias raíces, la de sus orígenes, con obras como: La Miseria del Hombre, de 1946, con el que ganó el Concurso Literario de la Sociedad de Escritores de Chile, SECH. El premio consistía en la edición del volumen. Pasaron años y nunca hubo tal publicación, por lo que Rojas decidió retirar sus manuscritos y financiar por cuenta propia su primer libro. Al final fue publicado por la imprenta Roma de Valparaíso, en 1948, adonde se había trasladado a vivir. Se trataba de un pequeño taller porteño especializado en afiches de circos. Para esa pequeña imprenta este era el primer trabajo “grande” que realizaban. El poeta sufrió el proceso de las correcciones y al ver su libro exclamó “es el libro más feo del mundo”.
Aún los pesares del novel poeta estaban por comenzar, pues su primer libro fue atacado sin piedad por varios críticos. Sin embargo, fue muy elogiado por Gabriela Mistral. En La Miseria del Hombre, Gonzalo Rojas ya dialogaba con los arcanos y nos estremece con versos como:
“Me arranco las visiones y me arranco los ojos cada día que pasa.
No quiero ver ! no puedo ! Ver morir a los hombres cada día”.
Pero también está el amor que lo redime de ese sufrimiento y lo lleva a sentidos delirios, hasta escribir poemas como Las Hermosas, que comienza con estos versos:
“Eléctricas, desnudas en el mármol ardiente que pasa de la piel a los vestidos,
turgentes, desafiantes, rápida la marea,
pisan el mundo, pisan la estrella de la suerte con sus finos tacones
y germinan, germinan como plantas silvestres en la calle,
y echan su aroma verdemente”.
En Retrato de Mujer nos dice:
“Ponte el vestido rojo que le viene a tu boca y a tu sangre,
y quémame en el último cigarrillo del miedo
al gran amor, y vete descalza por el aire que viniste
con la herida visible de tu belleza. Lástima
de la que llora y llora en la tormenta.
No te me mueras. Voy a pintarte tu rostro en un relámpago
tal como eres: dos ojos para ver lo visible y lo invisible,
una nariz arcángel y una boca animal, y una sonrisa
que me perdona, y algo sagrado y sin edad que vuela de tu frente,
mujer, y me estremece, porque tu rostro es rostro del Espíritu”.
En ese mismo primer libro menciona a Violeta Parra y su Viejo Chillán y a César Vallejo, en versos que marcarían su impronta de poeta mayor. Entre sus siguientes libros cabe destacar: Contra la Muerte, 1964, sobre el que el propio autor explicó es “un rechazo a la literatura, si es que ella es embalsamamiento del pensamiento”. Oscuro, 1977, del que Eugenio Montejo ha destacado “la angustia numinosa, la revelación del amor y el testimonio del tiempo”. Qedeshim Quedeshoth, 2009, es una de sus últimas antologías publicada a sus 91 años y que se valora por incluir 12 poemas inéditos. Armando Uribe ha declarado que Rojas “Es autor de poemas que van a quedar en la lengua castellana para siempre”.
La trayectoria de Gonzalo Rojas se ve enaltecida por su generosidad gregaria en la creación de los legendarios Encuentros de Concepción, a comienzos de la década del '60 y a los que asistieron entre otros autores: Julio Cortázar, Ernesto Sábato, Mario Benedetti, Alejo Carpentier, Augusto Roa Bastos, Miguel Arteche, Lihn, Teillier, Volodia Teitelboim, Luis Oyarzún, Fernando Alegría, Parra y Neruda. Pintores como Oswaldo Guayasamín. También vinieron los poetas beat como Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti. Según Carlos Fuentes y José Donoso, esos encuentros son la cuna del boom latinoamericano.
Con la misma entrega participó a mediados de los años '60 de los Encuentros de Poesía Joven del Grupo Trilce y del Grupo Arúspice en Valdivia y otras ciudades del sur de Chile. Fue cuando celebró sus cincuenta años, 1967, e impulsó a los jóvenes en las cátedras y en la fraternidad creadora que fue formándose en torno a los encuentros y los talleres.
Profesor de Literatura y más adelante Diplomático en China y Cuba, Gonzalo Rojas Pizarro pierde a su padre en las minas del carbón cuando tenía apenas 3 años. Le dedica el poema Carbón: “Ahí viene / embarrado /, enrabiado contra la desventura, furioso / contra la explotación, muerto de hambre”. Versos que surgen luego del período que él mismo llamaba “larvario”, dedicado a la lectura intensa de los clásicos griegos y latinos, a Rimbaud, Baudelaire y los españoles del Siglo de Oro.
De ahí recuperó la secular pregunta platónica “Qué se ama cuando se ama …” para convertirla de manera genial en interrogación poética y dejarla suspendida en el aire resonando por décadas. También esas sabias lecturas entroncaron al esplendoroso niño tartamudo de Lebu con los grandes lamentos funerarios de la humanidad, con el poema mesopotámico “Gilgamesh”, hasta llevarlo o elevarlo a ser el longevo poeta del cántico, investigador siempre silabeando, en la búsqueda de nuevos lenguajes, distorsionando la sintaxis hasta el límite y más allá del límite con la valentía del inconformismo del que es capaz de penetrar en aquel silencio de su evocativo poema al silencio, en el oxígeno encontrado en Heráclito, en el polvo de estrellas que seremos ardiendo en el aire.
Regresó a Chile a comienzos de los '80 y se reunió en Concepción con Enrique Lihn, Jaime Giordano, Pedro Lastra y Oscar Hahn. Poco después me encontré con él en México, y más tarde en Madrid, donde nos reuníamos con Sergio Macías y Pepe de Rokha que también venían del país azteca a la tierra de Alberti, a quien veíamos con frecuencia en el Círculo de Bellas Artes. Gonzalo y su amada Hilda, musa de encendidos versos, eran ya parte del entorno en que compartíamos nuestras preocupaciones literarias. En otra ocasión asistimos junto a Alfredo Matus Olivier a los Homenajes a García Lorca, donde disertaban los amigos sobrevivientes al poeta asesinado. También recuerdo haber acompañado en esos años a Gonzalo al Ateneo a una inolvidable ponencia del erudito Dámaso Alonso, sobre El Misterio de la Poesía.
Compartir con Gonzalo Rojas era una experiencia con todos los sentidos, más de alguna vez nos juntamos en La Puerta del Sol o la Plaza Mayor, en opíparas celebraciones que incluían paellas, vino y una interminable sobremesa que terminaba en una encendida tertulia por la que iban pasando al caer la tarde otros comensales de distintos países. Entrábamos a las discusiones sobre las visiones estéticas de la poesía contemporánea, con asesinatos literarios o laureles para algunos connotados autores.
Siempre atento a los nuevos vientos en la poesía, captó los últimos adelantos con su espíritu “viejóven”. A comienzos del 2005, viajó a Santiago y lo acompañé al Homenaje que le hicieron los Pintores de Chile, en el Centro Cultural de España, donde muchos jóvenes se acercaron al vate, influenciados por su encendida obra impregnada de modernidad. Al día siguiente lo recogí en el Hotel Orly, en cuyo café, el Caffeto, coincidimos varias veces con Claudio Giaconi o Gastón Soublette. Ahí Gonzalo almorzó un enorme Lomo a lo Pobre coronado con dos huevos fritos y continuamos la conversación cerca de ahí, en el Drugstore, donde estaba el recordado dramaturgo Jorge Díaz, que vivía entre Madrid y Santiago. Bebí con el poeta un café arábigo muy cargado y aromático, para capear la fría llovizna, mientras hablamos de la manifestación de lo sagrado en la poesía, de su veta metafísica y del mundo clásico y divino, fue cuando me contó su nuevo y extraordinario proyecto personal, que consistía en hacer un encuentro de Escritores en Santiago, similar a los de Concepción, pero en especial sobre la poesía mística, sobre el oriente, los sufíes y los poetas árabes y para ello traer a nuestro país autores de países como: Siria, Egipto, Persia, Jordania y Palestina. Me hablaba con fascinación juvenil de esta sorprendente posibilidad, lo decía y explicaba con sus ojos encendidos, como el relámpago que siempre lo acompañó. Ese proyecto era reivindicador de su sentido sagrado del verso y sin duda marcaría un hito trascendente para Chile y Latinoamérica. Sin embargo, no se alcanzó a realizar esta interesante iniciativa, tal vez porque la magnífica fundación que lleva su nombre y que preside su hijo Gonzalo, aún estaba organizándose y un Encuentro de esa altura requiere coordinar grandes recursos. El plan lo tenía tan claro, que entiendo hoy ese lúcido proyecto como una tarea pendiente y que pudiera ser un sentido futuro homenaje a su vertiente más filosófica.
En 2006 doce universidades chilenas, entre ellas la Universidad Católica, lo postularon al Premio Nobel de Literatura, reconociendo en Rojas una obra de original sentido, de un giro novedoso en su estilo y ritmo. Una huella importante como maestro de nuevas generaciones.
Entre la vanguardia y lo cotidiano, no paró ni un minuto en su vasta obra y enfrentó las cosas con sencillez, sentido social, ardiente erotismo y más hondamente con un misterio, postura que asumió en el reto de escribir después de Huidobro y Neruda, levantándose su figura como el último de los sublevados.
Hace un par de años lo visité en Chillán, donde Rojas sin esfuerzo encontraba el libro preciso en medio de millares de volúmenes, rodeado de recuerdos de los países que fueron testigos de sus pasos, como la famosa cama china, con espejos de tres siglos, traída de Beijing. O en su secreto refugio que bautizó con uno de sus poemas, El Torreón del Renegado, situado camino a las termas, donde estaba un número de la revista Vuelta, que fue fundamental en la difusión de su poesía, en la época en que estrechó amistad con Octavio Paz y el grupo ligado a esa importante publicación literaria.
Verdadero poeta del asombro, errante, incansable viajero y buscador, Gonzalo Rojas se sentía un jovenzuelo a los 93 años. Por ello es que ha promulgado “el respiro, la imaginación, el amor loco”, de todo eso carece el paisaje actual, me dijo.
Recibió en vida los más altos Premios y Homenajes.
El Premio Nacional, el Octavio Paz, el Reina Sofía, y el 2003 el Premio Cervantes, son algunos de los reconocimientos que coronaron la existencia de “El Poeta más Poeta”.
Su despedida ha estado en los ojos del mundo. Desde los Reyes de España a ministros, poetas, escritores y pintores, hay unas sentidas manifestaciones por el último viaje del bardo chileno que cautivó a un amplio público lector con su generosidad y humor juvenil. Mientras Rojas envejecía su creación poética se hacía joven.
Su voz sonora, vibrante, recitando desde el alma los versos de Pound, de Hölderlin, del tormentoso Vallejo o de su admirado Virgilio, nos acompañará largamente así como el recuerdo de su animada presencia, que forjó una poesía que corre como una vertiente de amplio registro y múltiples variantes, donde podemos encontrar la ternura, el deseo, lo pagano o lo mitológico, con la calidad, la fuerza, el poderío y la belleza de los grandes poetas del último siglo.
Desde hoy Gonzalo Rojas, junto a Neruda, Mistral, Huidobro, de Rokha, Teillier y Díaz-Casanueva, pasa a formar parte del numen inmortal de los Poetas de Chile, que han llevado nuestro nombre alrededor del mundo y Rojas lo hizo siempre con su querida gorra marinera, suspensores y bufanda roja, como otro signo de rebeldía de este alumbrador de palabras que nos mostró el otro lado de las cosas.
Con su muerte el cielo se hace más ancho y renace a la eternidad.